Contexto eclesial
El siglo XVII fue en la historia de España una etapa de contrastes. Esplendor y miseria, auge y decadencia se dieron cita en el transcurso de la centuria.
El apogeo de las artes y las letras contrasta con la situación económica, política y social del siglo XVII. Un cúmulo de desigualdades jurídicas y de fortuna definía la sociedad, estructurada en un sistema estamental y jerarquizado.
El arco social abarcaba desde la aristocracia de los grandes propietarios hasta los simples jornaleros; en el extremo se situaban los marginados, mendigos, vagabundos, pícaros y truhanes. La limpieza de sangre establecía la diferencia entre cristianos viejos y cristianos nuevos; éstos últimos, descendientes de judíos o musulmanes, quedaban excluidos de distintas instituciones y colectivos.
En la España del siglo XVII la Iglesia ejercía una gran influencia y estaba presente en todos los órdenes de la vida social, ya que desempeñaba las funciones pastoral, asistencial y educativa. Desde el nacimiento hasta la muerte, la Iglesia amparaba la vida de los individuos. Los fieles además de cumplir los preceptos eclesiásticos solían pertenecer a una o varias hermandades o cofradías. Del mismo modo que los individuos, la vida colectiva quedaba penetrada por la religión y se servía de las ideas, los ritos y los edificios religiosos. Las manifestaciones externas eran continuas: procesiones, repiques de campanas… La institución eclesiástica atendía hospitales y lazaretos, asistió a los presos y se ocupó de los niños expósitos. La orden de las Escuelas Pías y la Compañía de Jesús desarrollaron una notable actividad en el campo de la enseñanza.
La Iglesia española contaba con abundantes recursos materiales. La fuente principal de sus ingresos era el diezmo de los productos agrícolas y ganaderos. Se calcula que al final de la centuria poseía una sexta parte de las tierras cultivables, además de fincas e inmuebles, fruto de compras, legados o donaciones. Dentro del patrimonio eclesiástico se incluían obras de arte, joyas, objetos artísticos destinados al culto. Los bienes eclesiásticos fueron utilizados por el Estado, que obtuvo sobre ellos privilegios fiscales: el subsidio y las tercias reales.
A lo largo del siglo XVII aumentó la población eclesiástica, que constituía un conjunto heterogéneo. La pertenencia al clero no estaba determinada por la ordenación sacerdotal; era suficiente la simple tonsura. La exención de impuestos, el fuero eclesiástico, el respaldo social y económico que ofrecía la Iglesia en una situación de crisis… favorecieron el reclutamiento de eclesiásticos. Para las hijas sin dote de la nobleza y para mujeres solteras o viudas, el claustro constituía el único refugio.
El clero presentaba una desigual distribución territorial, de forma que amplias zonas aparecían poco evangelizadas. Núcleos urbanos como Toledo, Salamanca, Madrid y Sevilla constaban con gran número de conventos y parroquias. Los clérigos preferían instalarse en las ciudades, donde había más recursos, en detrimento del mundo rural. Obispos, canónigos, prebendados de iglesias catedrales y colegiales representaban el sector del clero culto, con posibilidades económicas, frente al bajo clero: párrocos, pequeños beneficiados y capellanes. Este colectivo de procedencia social humilde tenía ingresos modestos y un bajo nivel de instrucción. Las diferencias dentro de la Iglesia también eran visibles en el mapa eclesiástico. Las reformas de Felipe II en el siglo XVI no solucionaron las variaciones de extensión y riqueza entre las diócesis. La más pujante era Toledo, seguida a distancia por Sevilla, Zaragoza y Cuenca; en último lugar se encontraban Almería y Mondoñedo. Los reyes de España ejercían el derecho de provisión de obispados en virtud del patronato real, que les confería un conjunto heterogéneo de prerrogativas sobre la Iglesia.
El siglo XVII conoció la herencia de la mística vivida en tiempos de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz. A su vez, aparecieron nuevos focos de alumbrados en Andalucía, especialmente en Sevilla; mientras las universidades de Salamanca y Alcalá acogían la presencia de Jansenio. Se extendió la lectura de la Guía Espiritual de Miguel Molinos, quien catalizó el movimiento denominado quietismo.
En estas circunstancias, la Inquisición Española defendió la ortodoxia frente a las desviaciones del pensamiento y de la práctica religiosa. Sus actuaciones afectaron a los judíos conversos llegados de Portugal y al círculo de los alumbrados. Los conventos de religiosas donde se habían producido fenómenos de carácter místico atrajeron la atención del Santo Oficio; un caso significativo fue el de la monja de Carrión. El Tribunal de la Inquisición persiguió también la brujería y, en otro orden de cosas, la bigamia y las conductas escandalosas.
La Teología conoce en el siglo XVII parte del legado de la edad de oro de la teología española, al mismo tiempo que contempla ya su decadencia, declive que coincide con el ocaso progresivo del Imperio. Por el contrario, es el siglo en que asistimos al auge de la escuela escotista.
En el siglo XVII asistimos al nacimiento de la Mariología como disciplina autónoma dentro de la Teología. Entre todos los privilegios de la Madre de Dios, el que más ocupaba la atención de los teólogos era el de su Inmaculada Concepción, ya lo consideraran en sí mismo, ya en relación con otras cuestiones implicadas en él, como por ejemplo, la del débito, predestinación de María o su redención por los méritos de Cristo. Se discutía ya también sobre si era una verdad definible o no, o qué calificación dogmática le convenía. Reyes, teólogos y el mismo pueblo cristiano buscaba la definición «ex cathedra», y la esperaban ardientemente. Pero el espíritu que animaba este ambiente era polémico. Sabemos cómo el 8 de septiembre de 1613 en el convento Reina de los Ángeles de Sevilla un predicador dominico se manifestó en contra de la «pía sentencia» y cuál fue la reacción de todo el pueblo, así como las festividades que se organizaron en Sevilla y por toda España a partir de enero de 1615 hasta el año 1617 en honor de la Inmaculada Concepción. El espíritu polémico se manifestó también, por un lado en el intento de suprimir el título de «inmaculada», según aparece en el decreto de la congregación de la Inquisición de 1624; por otro, en el «voto de sangre» a favor de la Inmaculada.
Una vez que la Purísima era ya una verdad admitida casi por todos, las disputas teológicas se encienden ahora sobre otras cuestiones relacionadas con ella: el débito de pecado original y la redención de la Virgen, son los temas estrella.